Esta noche estuve reflexionando, haciéndome uno de esos análisis psicoanalíticos que suelo hacerme, esos momentos de diálogo interno en los que intento comprender mis propios conflictos y los duelos que llevo dentro. Mientras avanzaba en este proceso, recordé algo que aprendí en mis clases de Gestalt: el concepto del darse cuenta.
Y fue ahí, al profundizar en esta idea, que me di cuenta de cómo el superego puede ser tan rígido y crítico con nosotros. Desde la infancia, solemos internalizar normas morales muy estrictas que, al llegar a la adultez, nos generan un miedo constante a ser juzgados como malas personas. A esto se suma que, a menudo, nos cruzamos con personas que proyectan en nosotros sus propios conflictos, lo que puede activar esos temores internos y llevarnos a demostrar, casi de manera compulsiva, que no somos malos.
Este esfuerzo por probar nuestra bondad puede transformarse en un comportamiento extremo, donde buscamos ser tan complacientes que terminamos siendo utilizados por otros. Nos cuesta decir “no”, poner límites, y esto nos encierra en un ciclo de miedo al juicio y culpa. Las personas con baja autoestima o con una gran necesidad de aprobación suelen aceptar responsabilidades que no les corresponden, lo que las hace vulnerables a críticas, ya ser blanco fácil de personas crueles que, irónicamente, se consideran buenas o moralmente superiores.
Desde un enfoque psicológico, este patrón puede entenderse como un mecanismo de defensa llamado formación reactiva. Es decir, transformamos impulsos inaceptables en su opuesto: por ejemplo, alguien que reprime mucha rabia podría mostrarse excesivamente amable y servicial. También podría tratarse de una compensación por culpa inconsciente, una forma de intentar “expiar” algo que hemos hecho o incluso pensado, mediante actos de bondad exagerada.
El problema es que este tipo de comportamiento tiene consecuencias importantes. Nos cuesta construir relaciones auténticas porque la constante preocupación por nuestra imagen nos aleja de la espontaneidad y de la vulnerabilidad, lo que dificulta conectar genuinamente con los demás. Además, mantener una fachada de bondad constante es emocionalmente agotador y puede generar resentimiento, frustración y ansiedad.
También afecta nuestro autoconocimiento, ya que negar nuestras verdaderas emociones y necesidades nos desconecta de nosotros mismos, impidiéndonos aceptar quiénes somos realmente.
Todo esto me lleva a reflexionar sobre cómo el intento desesperado de agradar a los demás o de evitar ser juzgado puede alejarnos de nuestra autenticidad. Encontrar un equilibrio entre ser bondadoso y ser fiel a uno mismo es, sin duda, un desafío, pero es un paso esencial para vivir de forma más plena y sincera.