Hubo un tiempo en mi vida en que descubrí una verdad dolorosa: no todos los que sonríen están de tu lado, y no todos los que parecen justos conocen la justicia. Me vi envuelto en una historia distorsionada, mal contada, manipulada. De pronto, sin entender muy bien cómo ni por qué, me convertí en el villano de un cuento que no escribí.
Mientras yo guardaba silencio ese silencio que a veces nace del asombro, de la tristeza o del intento de no empeorar las cosas ellos se sentían cómodos. Habían encontrado un culpable, y eso les daba paz. Una paz falsa, construida sobre mentiras, pero paz al fin y al cabo.
Intentaron una y otra vez reducirme, desvalorizarme, humillarme. Y cada vez que intentaba explicar, justificar, o simplemente defenderme, me devolvían miradas llenas de cinismo, como si el hecho de abrir la boca confirmara su versión. «¿Ves? ¡Sí que es tu culpa!», decían sin decirlo, con esa rabia sutil que nace cuando alguien necesita que tú seas el malo para no enfrentarse con su propia oscuridad.
Fue entonces cuando sentí el sabor amargo de la injusticia. No la que viene de desconocidos, sino la que viene de aquellos que dicen actuar desde la bondad, desde la verdad. Pero la verdad no necesita gritar ni destruir.
Y la bondad jamás humilla.Hoy entiendo que muchas veces, para que algunos se sientan bien consigo mismos, necesitan crear una historia en la que tú seas el problema. No porque lo seas, sino porque les resulta más fácil señalarte que mirarse al espejo.Así que aprendí algo valioso: no justifiques lo que no hiciste, no intentes convencer a quien ya decidió no escucharte, y nunca, jamás, dejes de ser quien eres para complacer la imagen que otros inventaron de ti.Permítete vivir.
Permítete seguir. Porque el mal muchas veces se disfraza de buenas intenciones, y la luz verdadera no necesita aprobación.Tu paz interior es el mejor argumento. Y tu verdad, aunque silenciosa, no necesita defensores cuando nace del corazón.