
La vida, en su esencia más pura, no es una transacción. El diálogo presentado invita a cuestionar una premisa profundamente arraigada: la idea de que los hijos deben algo a sus padres por el hecho de existir. Quien habla propone una distinción crucial entre divida y deuda. Mientras la primera alude a una condición inherente a la existencia, un préstamo cósmico que nunca pedimos, la segunda implica una obligación moral, un saldo pendiente. Pero ¿es justo convertir el acto de dar vida en una cuenta por cobrar?
Los padres, al engendrar, participan en un proceso biológico y emocional que desencadena la existencia de un nuevo ser. Sin embargo, reducir la vida a una deuda por pagar convierte lo sagrado de la existencia en un contrato. El amor, el cuidado y la protección son responsabilidades que los adultos asumen al traer alguien al mundo, no favores que los hijos deban compensar. La gratitud, como bien señala el texto, es un sentimiento espontáneo, no un tributo exigido. Surge de reconocer los esfuerzos, las luchas y los sacrificios, pero no debe confundirse con una obligación perpetua.
El verdadero acto revolucionario que plantea es no negar el pasado, sino transformarlo. Romper ciclos generacionales de errores, traumas o carencias es un acto de liberación. Muchos heredamos patrones que nos preceden: heridas no sanadas, miedos no nombrados, ausencias no resueltas. Culpar a los padres o a los padres de los padres puede ser fácil, pero estanca el dolor en un laberinto sin salida. En cambio, asumir la responsabilidad de resolver lo que otros no pudieron (o no supieron) hacer es un acto de honra. No se trata de absolver a quienes nos antecedieron, sino de trascender sus limitaciones.
Al liberar simbólicamente a los padres de sus errores, no los exonera de sus actos, sino que rechaza cargar con el peso de su historia. Es un gesto de madurez: entender que, aunque el pasado nos moldea, el presente nos pertenece. Cuando decimos está resuelto, padre/ madre, no borramos el daño, sino que elegimos no perpetuarlo. Este enfoque no niega el dolor, sino que lo transforma en un cimiento para algo nuevo.
Los padres crían, los hijos crecen, y en ese viaje compartido, nadie es dueño de nadie. La vida, como divida, es un misterio que nos une a todos; como deuda, es una ficción que nos encadena. Honrar a quienes nos precedieron no significa pagarles con la misma moneda, sino construir algo mejor con las herramientas que nos dejaron, aunque estas estén rotas. Al final, la libertad no está en culpar o perdonar, sino en elegir vivir sin ataduras, escribiendo nuestra propia historia mientras disfrutamos del fugaz milagro de existir.
La Iglesia, en muchas de sus interpretaciones, ha sostenido la idea de que los hijos deben obediencia y honra a sus padres como una forma de deuda sagrada. Un ejemplo claro está en Efesios 6:1-2: “Hijos, obedeced en el Señor a vuestros padres, porque esto es justo. Honra a tu padre y a tu madre que es el primer mandamiento con promesa para que te vaya bien y disfrutes de una larga vida sobre la tierra.”
Sin embargo, esta perspectiva, cuando se impone sin matices, puede perpetuar el dolor de quienes no fueron amados, protegidos ni escuchados. ¿Cómo exigir honra a quien abandonó, humilló o nunca ofreció cuidado? ¿Por qué deberíamos cargar con la culpa de una deuda por una vida que no pedimos?
Nacer no es una elección. Engendrar, sí. Y toda decisión conlleva responsabilidad, no derechos automáticos sobre quién nace. La existencia no puede convertirse en una carga moral para quien simplemente fue traído al mundo.
Yo no debo nada a mis padres. Ellos tampoco me deben nada a mí. Esa es la verdad más cruda y liberadora: nadie nace para cumplir las expectativas de nadie. Si hubo amor, que sea celebrado. Si hubo dolor, que sea sanado. Pero no hay cuentas pendientes entre quienes no firmaron pacto alguno. Lo único que nos conecta, si decidimos, es el amor voluntario, ese que no nace del deber, sino de la elección consciente de amar.
Tampoco los hijos son engendrados con la intención de que sea el mundo quien los críe. Existe una falacia muy repetida: «Mi hijo no es mío, es del mundo». Esta afirmación, aunque envuelta en poesía, puede ocultar una renuncia velada a la responsabilidad. Los hijos nacen en el mundo, pero no le pertenecen. Son seres en formación que necesitan raíces antes de enfrentar el viento. El mundo puede enseñar, sí, pero no debe sustituir el cuidado, el ejemplo ni el compromiso de quienes los trajeron a la vida.
«Los errores de mis abuelos con mis padres no son mi responsabilidad, así como los errores de mis padres no deben ser una carga para mis hijos.»