
Te observan. No con curiosidad, sino con ese filo frío que solo nace cuando el otro decide que tu presencia es un error. Cada mirada es un alfiler clavado en el mapa de tu piel, marcando territorios que, según ellos, no te pertenecen. Los ojos ajenos se convierten en espejos distorsionados: en ellos no reflejas un rostro, sino una pregunta, una herida abierta. ¿Qué haces aquí?, susurran las pupilas ajenas, mientras tu respiración se entrelaza con el eco de una culpa que no es tuya.
Es psicológico, este teatro de sombras. Las miradas no son solo luz rebotando en retinas; son juicios acumulados, prejuicios heredados, miedos disfrazados de certeza. Cada parpadeo es un veredicto: no perteneces. Y por un instante, crees en ellos. Te conviertes en intruso de tu propia existencia, dudando de cada paso que te trajo hasta aquí, como si el suelo bajo tus pies fuera prestado, como si el aire que respiras tuviera dueño.
Pero en el centro del huracán, donde el peso de las pupilas ajenas amenaza con quebrarte, algo se enciende. Una brasa olvidada en el pecho. No es ira, no es miedo. Es el reconocimiento brutal de que nadie ni siquiera ellos tiene autoridad sobre tu derecho a existir en un espacio. Las miradas pueden ser dagas, pero también son espejismos: reflejan su propia incomodidad, su terror a lo que no controlan, a lo que no entienden.
Y entonces, lentamente, aprendes a respirar dentro del fuego. A sostenerte en tu propia narrativa. Porque estar donde estás no es un permiso que otros otorgan, sino un acto de resistencia. Cada latido es un recordatorio: perteneces a cada lugar que habitas, no por tolerancia, sino por el simple y salvaje hecho de que estás vivo.
Las miradas se desvanecen, al final. Solo queda tu sombra, fundiéndose con la tierra, reclamando silenciosamente su derecho a quedarse.
Robson Marins