
A veces me pregunto por qué hay personas que parecen alimentarse de la burla. He visto y también lo he vivido en carne propia cómo una simple ironía, repetida una y otra vez, puede dejar de ser un comentario ligero y transformarse en una forma de agresión disfrazada de humor.
Y lo peor es que siempre proviene de personas que no son ejemplo para nadie ni para nada.
Creen que sus vidas son más interesantes o que únicamente las personas a quienes consideran dignas de adular (porque les beneficia en algo) merecen ser escuchadas en sus logros y anécdotas.
Freud definió el humor como un mecanismo de defensa que alivia la ansiedad y protege al ego ante situaciones incómodas (Freud, 1905). Estudios actuales sostienen que el sarcasmo y la burla funcionan para regular emociones difíciles y ocultar vulnerabilidades personales (Vaillant, 1977; Martin et al., 2003).
Desde la psicología, se reconoce que la burla recurrente representa un mecanismo de defensa: el individuo que se burla proyecta en el otro lo que no acepta en sí mismo, utilizando el sarcasmo como escudo emocional (Martin et al., 2003).
Para los psicólogos Raymond Gibbs y Herbert Colston, el sarcasmo implica desaprobación y burla, y requiere comprender las intenciones emocionales que se esconden bajo el mensaje superficial (Gibbs & Colston, 2007; Psychology Today, 2025).
En lo social, la burla cumple un papel de jerarquización, posición que Martineau explica en términos de poder grupal: quien se burla se sitúa en un escalón superior y reafirma vínculos excluyendo al otro (Martineau, 1972).
Ford y Ferguson (2004) lo conceptualizan como una herramienta para reforzar normas y jerarquías sociales sin confrontación directa. El sarcasmo señala la pertenencia al grupo y, al mismo tiempo, marca fronteras y exclusiones sutiles (Ford & Ferguson, 2004).
Si lo pienso desde la filosofía, la burla pone en juego cuestiones éticas profundas: ¿es legítimo construir la identidad propia a costa de rebajar a otros? Martha Nussbaum advierte que el desprecio y la vergüenza, ligados al humor agresivo, ponen en riesgo la dignidad y el respeto mutuo al transformar al otro en objeto de burla (Nussbaum, 2004).
Aristóteles reflexionó que la humillación por medio de la vergüenza regula la convivencia y la ética social (Ética a Nicómaco). No se trata solo de palabras lanzadas al aire; la burla constante deja huellas en la autoestima y en la salud mental de quien la recibe. Estudios sobre estilos de humor muestran que la exposición reiterada al sarcasmo o la ironía hostil genera efectos negativos en la autoimagen y el bienestar psicológico (Martin et al., 2003; Vaillant, 1977).
Por eso, establecer límites no es simplemente confrontar, sino ejercer autocuidado: la filosofía contemporánea recuerda la importancia ética de no ser cómplice de dinámicas dañinas (Nussbaum, 2004). Cada vez que estás cerca de personas que necesitan sentirse bien burlándose de ti o de otros, les estás dando combustible.
Reconocer el patrón es el primer paso; el segundo es reivindicar el derecho al respeto. Y aunque no siempre resulta fácil, cada vez que ponemos límites a la burla protegemos nuestra salud emocional y reafirmamos el valor ético del respeto en las relaciones humanas.
He aprendido a mantenerme alejado de este tipo de personas, no solo por el bien de mi salud mental, sino también por amor propio.
Recuerde estés tipos de personas no cambian nunca.