Abuso normalizado como tradición
A veces, cuando consigo apartar mi ego y dejo atrás el victimismo que me ciega, me doy cuenta de algo que me golpea con fuerza: nuestra sociedad puede ser terriblemente injusta. Los derechos humanos, que deberían ser universales y fundamentales, a menudo parecen un ideal distante, casi un mito.
Me duele ver cómo esos derechos que llamamos iguales solo parecen verdaderamente accesibles para quienes disfrutan de privilegios y una alta calidad de vida. Para muchos, son un lujo inalcanzable, un sueño que nunca llega a tocarse. Y esto me indigna profundamente. ¿Por qué la justicia y la dignidad están fuera del alcance de tantos? ¿Por qué la igualdad se reduce a discursos vacíos y palabras que no se traducen en acción?
Hoy, mientras leía, me encontré de frente con otra realidad desgarradora. Hablamos constantemente de los niños en África, de mujeres que pierden su derecho a ser libres en lugares donde el paternalismo se arraiga como una plaga resistente. Y, mientras tanto, como sociedad, parecemos avanzar resignados, aceptando las injusticias como si fueran inevitables. Veo con horror cómo nos acostumbramos a tragedias como el suicidio, que ya ni siquiera nos conmueven, como si fueran algo normal. Sin embargo, hoy no quiero hablar del suicidio.
Quiero centrarme en los niños que son víctimas de maltrato y explotación sexual bajo pretextos tan absurdos como el de la tradición. Me resulta urgente cuestionar las creencias, valores y conceptos que nos han sido inculcados. ¿Cuánto de todo eso nos ayuda realmente, y cuánto perpetúa el daño?
En muchos lugares del mundo, la homosexualidad sigue siendo vista como una enfermedad o un pecado, algo que debe erradicarse. Es una ideología cruel que condena a las personas por querer vivir con libertad y por negarse a cargar con las absurdas expectativas de masculinidad que otros les imponen.
Y luego está el horror del Bacha Bazi en Pakistán. Me duele incluso escribirlo. Niños de familias pobres, vendidos, utilizados como objetos sexuales, obligados a vestirse como mujeres, a bailar, a vivir una vida que nunca eligieron. ¿Cómo puede una sociedad justificar algo tan aberrante bajo el pretexto de una tradición? ¿En qué momento dejamos que lo inhumano se disfrace de cultura?
No puedo evitar sentir un nudo en la garganta cuando pienso en estos niños, pequeños y vulnerables, despojados de su infancia, convertidos en engranajes de un sistema que los deshumaniza. Me pregunto cómo hemos llegado a un punto donde mirar hacia otro lado es más fácil que enfrentar lo insoportable.
Sé que no puedo cambiar el mundo de la noche a la mañana, pero también sé que mi silencio no ayuda. Callar perpetúa la injusticia, aunque ocurra a miles de kilómetros de distancia. Por eso, insisto en reflexionar, en sacudirnos la resignación, en no conformarnos con él «es lo que hay». Porque mientras nos aferramos a pequeñas preocupaciones, hay quienes no tienen ni siquiera el derecho a decidir sobre sus propias vidas. Y eso, simplemente, no puedo aceptarlo.
A veces, cuando el dolor me invade, abro las ventanas de mi percepción y empiezo a mirar más allá de mí mismo. En esos momentos, me doy cuenta de cuánto nos quejamos por todo y por nada, desgastando nuestra salud mental por situaciones que, en muchos casos, están bajo nuestro control. Tenemos el derecho de decidir, mientras que en otros rincones del mundo hay quienes sufren de manera constante y perpetua, sin voz, sin opciones.
Nuestros ojos son como ventanas, pero a menudo preferimos cerrarlas, mirando solo lo que alimenta nuestro propio ego. Si me preguntas por el optimismo, te diré esto: nadie puede salvar a otro si no tiene la voluntad de salvarse a sí mismo. Pero entonces surge una pregunta dolorosa: ¿cómo se salvarán esos niños que no tienen libertad ni siquiera el derecho a decidir sobre su propia vida?
Mientras mi discurso gire en torno a una traición amorosa o el sufrimiento que algo me provoca, debo recordar que, al menos, tengo la posibilidad y el derecho de expresarlo. Sin embargo, hay quienes ni siquiera tienen esa opción. Para ellos, no hay queja posible, solo un silencio forzado ante una crueldad que nunca deberían haber conocido.
Y es precisamente en ese contraste donde comprendo cuán ciegos podemos estar, atrapados en nuestros propios lamentos, incapaces de mirar hacia quienes enfrentan un sufrimiento que excede cualquier límite imaginable.