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Personas heridas también hacen daño

Alguna vez has escuchado la frase: “Personas heridas, hieren”. Al principio, me pareció solo un juego de palabras, pero con el tiempo comprendí la profundidad de su significado. Me di cuenta de que muchas personas que cruzan nuestro camino cargan cicatrices emocionales que no siempre son visibles. Y, lamentablemente, esas heridas pueden transformarse en actos que dañan a los demás.

Quiero ser honesto: he sido tanto la persona herida que hirió como quien recibió el impacto de las heridas ajenas. Esto me llevó a reflexionar sobre cómo el dolor no expresado o no resuelto puede convertirse en un círculo vicioso, donde quien ha sido víctima de situaciones difíciles comienza, sin darse cuenta, a perpetuar ese mismo dolor en sus relaciones.

Es fácil caer en el papel de víctima cuando hemos sido lastimados. Nos justificamos, pensando: “Yo actúo así porque alguien más me dañó primero”. Pero aquí hay algo que he aprendido: aferrarnos a nuestras heridas y proyectarlas en otros, no nos sana, solo nos encierra más en el sufrimiento. Cuando reaccionamos desde un lugar de dolor, nos convertimos en un reflejo de aquello que nos lastimó.

Esto no significa que debamos ignorar o minimizar lo que hemos vivido. Las heridas son reales, y el dolor que sentimos es válido. Sin embargo, también creo que tenemos la responsabilidad de decidir qué hacer con ese dolor. ¿Lo dejamos crecer como una espina que aquí a quienes se acercan? ¿O aprendemos a sanar y transformar nuestra experiencia en algo que nos fortalece?

Sanar no es un proceso lineal ni fácil. Requiere valentía para mirar nuestras heridas de frente y reconocer cómo nos han afectado. También implica aceptar que, aunque no podemos cambiar lo que nos hicieron, sí podemos decidir cómo responderemos. Perdonarnos a nosotros mismos por los errores cometidos desde el dolor es clave para romper este ciclo.

Observó que algunas personas se creen víctimas, pero siguen lastimando a otros para “equilibrar la balanza”. Sin embargo, ¿es justo que el dolor que hemos recibido se convierta en la justificación para perpetuarlo? No puedo quejarme del maltrato si luego hago lo mismo con quienes no me han hecho nada, solo para inflar mi ego herido. Es un ciclo destructivo: personas heridas que hieren, esparciendo su sufrimiento como si fuera un destino inevitable.

He tenido experiencia directa con personas que, según ellas, se consideran víctimas, pero actúan con crueldad, manipulación y una empatía selectiva alarmante. Prefieren distorsionar la verdad con mentiras elaboradas en lugar de afrontar la realidad. Construyen un relato en el que todos a su alrededor son monstruos, mientras ellas se presentan como las únicas almas inocentes que sufren en este «pobre mundo desgraciado».

Sin embargo, detrás de esta fachada, se esconde una personalidad maquiavélica que sabe cómo usar el llanto y la vulnerabilidad como herramientas de manipulación. Su capacidad para conmover no es más que un teatro dirigido a un público específico: su rebaño fiel, incapaz de ver más allá de la máscara cuidadosamente diseñada. Este tipo de conducta no solo daña a quienes son víctimas de sus artimañas, sino que también perpetúa una narrativa de injusticia que termina ensombreciendo las verdaderas historias. Ellos son capaces de sentar contigo en la mesa y al mismo tiempo sonreírte a la cara, y con la expresión labial, decir cosas creyendo que no las escuchas y después, como si nada, son los simpáticos.

La pregunta es: ¿quién es realmente el falso? ¿Quién actúa con verdadera maldad? Señalar al otro es fácil, pero el verdadero desafío está en aprender a mirar hacia nuestros propios impulsos. Reconocer nuestras partes negativas no significa que seamos malos; simplemente implica aceptar que somos humanos, Queremos ser vistos como buenas personas, y por eso a menudo evitamos admitir nuestras fallas. Pero esta visión dicotómica de bueno o malo es demasiado simplista y limitante.

En realidad, esas partes de nosotros que consideramos “malas” son las que más pueden impulsarnos a crecer como personas. Cuando tomamos conciencia de que algo en nosotros como gritar, insultar, maltratar o invalidar a otros puede estar causando daño, tenemos la oportunidad de transformarlo. Este reconocimiento no es un signo de debilidad, sino de madurez y valentía. Solo cuando somos honestos con nosotros mismos, podemos empezar a trabajar en esas áreas que, aunque difíciles de afrontar, pueden realmente nos trasforma.

Hay personas que, después de sufrir maltrato en la infancia, toman caminos muy diferentes en la adultez. Algunas se esfuerzan por romper el ciclo del maltrato, sanando sus heridas y creando relaciones más saludables. Otros, en cambio, terminan repitiendo lo que vivieron, creyendo que esa es la única manera de relacionarse: Tú me dañas, yo te daño.

He conocido a muchas personas que evitan nuevas relaciones porque llevan consigo el peso de viejas heridas. Pero, sin darse cuenta, acaban lastimando a otros. Se acercan, enamoran, generan ilusiones, y de pronto, desaparecen, dejando tras de sí el dolor del rechazo. Esto me hace pensar en lo importante que es conocernos a nosotros mismos y sanar lo que nos duele. Solo cuando somos conscientes de nuestros patrones podemos empezar a cambiar y dejar de hacer daño, tanto a los demás como a nosotros mismos.

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