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¿Por qué fallamos en la inclusión en las escuelas?

Fallamos en la inclusión porque aún vivimos en una estructura escolar diseñada para la homogeneidad. Aunque hablemos de diversidad, muchas veces seguimos esperando que todos los estudiantes aprendan de la misma forma, al mismo ritmo y bajo las mismas condiciones. La escuela tradicional, con sus horarios rígidos, currículos cerrados y evaluaciones estandarizadas, no ha sido pensada para abrazar las diferencias, sino para encajarlas.

Fallamos porque confundimos inclusión con presencia física. Tener a un estudiante con discapacidad, con un trastorno del aprendizaje o con una historia de vida compleja en el aula no garantiza que esté siendo incluido. La verdadera inclusión no se trata solo de estar, sino de pertenecer. Y pertenecer implica ser valorado, escuchado, tener un rol, sentirse parte de la comunidad educativa. La inclusión exige cambios profundos en la cultura escolar, no solo ajustes superficiales.

Fallamos porque a menudo colocamos el peso del cambio únicamente sobre los hombros del profesorado, sin ofrecer la formación, el acompañamiento y los recursos necesarios. Muchos docentes quieren incluir, pero no saben cómo. Se sienten solos, desbordados, y a veces culpables por no llegar a todo. La inclusión no puede ser un esfuerzo individual; debe ser una responsabilidad compartida entre toda la comunidad educativa: directivos, orientadores, familias, administración y, sobre todo, los propios estudiantes.

Fallamos también porque la inclusión verdadera desafía nuestros prejuicios, nuestras formas de ver el mundo y nuestros temores. A veces, sin darnos cuenta, seguimos mirando la diferencia como un problema que hay que corregir, en lugar de verla como una riqueza que puede transformar la manera en que entendemos la educación.

 El miedo a lo desconocido, al “qué hacer si no sé”, nos paraliza y nos aleja del encuentro humano.

Fallamos porque seguimos educando bajo una lógica de rendimiento, competencia y éxito medido en notas, dejando de lado la empatía, la cooperación y el desarrollo emocional. No se puede incluir si lo único que valoramos es lo académico. ¿Dónde quedan la creatividad, la resiliencia, la solidaridad, la capacidad de superar obstáculos? ¿Por qué esos logros no cuentan también como aprendizajes fundamentales?

Fallamos, por último, porque aún no hemos logrado escuchar de verdad a quienes deberían ser el centro del sistema: los niños y niñas.

¿Qué sienten los estudiantes que se esfuerzan cada día por encajar en un espacio que no les da lugar? ¿Cómo viven quienes no encuentran en la escuela un espejo donde verse reflejados ni una voz que los nombre? La inclusión empieza cuando dejamos de hablar sobre ellos y empezamos a hablar con ellos.

Sin embargo, cada fallo puede ser una oportunidad. La conciencia de nuestras limitaciones es el primer paso para avanzar. La inclusión no es una meta que se alcanza y se termina; es un proceso constante de revisión, de humildad, de escucha y de aprendizaje colectivo.

Podemos fallar, sí. Pero también podemos corregir, reparar, transformar. La inclusión es el único camino hacia una escuela verdaderamente humana, y aunque sea difícil, vale la pena cada paso.

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